Hablar de la conducta alimenticia en niños es hablar de uno de los
problemas que con más frecuencia pone a prueba la relación madre-hijo, dando
lugar en muchos casos a una serie de alteraciones que hacen de la situación
alimenticia una auténtica batalla que muchos padres suelen perder de antemano,
debido a la angustia y a la confusión.
La conducta que
desarrolla el niño durante la comida es un proceso de interacción social, que
se inicia desde el nacimiento (normalmente en interacción con la madre) y como
tal está sujeto a las leyes del aprendizaje. Se trata pues de una situación
compleja, donde todas las contingencias que acompañan al acto de comer
condicionan la forma en que éste tiene lugar (la misma comida, en la medida en
que el niño tenga hambre, la atención, el contacto físico, el contacto visual,
las verbalizaciones, etc.). La presencia adecuada de estos reforzadores dará
lugar a una conducta alimenticia correcta (repertorio normal de acuerdo con la
edad del niño) y además favorecerá unas conductas para-alimenticias adaptadas
(estar sentado en la mesa, lavarse las manos, usar correctamente los
cubiertos...). La adquisición de estas últimas, forma parte del proceso de
socialización del niño.
En torno a la
alimentación infantil, también juegan un importante papel las pautas culturales
alimenticias, propias de su medio ambiente. Ello está ligado a factores de
crecimiento, desarrollo y salud del niño. El temor a la posible enfermedad del
niño condiciona en múltiples casos la actitud del adulto, preferentemente de la
madre. El hecho de que el niño coma, para la madre, supone la evitación de unos
estímulos aversivos (palidez en la cara, facilidad para resfriarse, para
enfermar en general). Por lo tanto, todo lo que la madre hace para que el niño
coma constituye un refuerzo para ella y consiguientemente aumenta la
posibilidad de que continúe haciéndolo (por ejemplo, insistir para que coma,
sentarse sobre la rodilla, dárselo en la boca, etc.). Si además el niño se pone
realmente enfermo, aumenta la ansiedad de la madre y como consecuencia puede
incrementarse dichas conductas.
En ocasiones, las
conductas anómalas se inician debido a un desconocimiento, por parte de los
adultos, de las edades adecuadas para los diversos aprendizajes de las
habilidades que acompañan a la situación alimenticia (uso de cubiertos, comer
solo, uso de la servilleta...) e incluso de las edades en que es adecuado
introducir modificaciones en el repertorio alimenticio (ejemplo, pasar de sabor
dulce a sabor salado, incorporar alimento en forma sólida, introducir nuevos
sabores, etc.). En otras, las conductas anómalas coinciden con la propia
historia alimenticia de la madre y la ansiedad excesiva de ésta unida a la
no-ingestión.
Todas estas
situaciones anómalas tienden a aumentar de manera progresiva. La ansiedad
permanente que provoca en la madre el rechazo del alimento por parte del niño,
o el mismo temor a que esto ocurra, mantiene las conductas de evitación (la
madre le da la comida en la boca, le tritura la carne, le da sólo lo que pide).
La ansiedad de la madre mantiene la situación iniciada, y el niño lo percibe. La
madre se convierte en un modelo que da poca estabilidad al niño, y éste a su
vez puede experimentar ansiedad, lo que contribuirá a desorganizar su conducta.
Cuando la situación a
la que se ha llegado es extrema, el niño generaliza, y no sólo la comida se
convierte en un estímulo aversivo para él, sino que puede llegar a serlo
también la mera presencia de la madre, y a veces de otros miembros de la
familia (padre, hermanos, abuelos).
Habitualmente, al
llegar a estas situaciones, el descontrol es total. La madre se siente
totalmente desbordada y, aunque no se dé cuenta de ello, su conducta es
controlada por el niño (“no sé ya qué hacer”, “voy por la casa detrás del niño
persiguiéndolo para que coma”). Cuando la madre ha recurrido ya a todo tipo de
“estrategias” positivas (contarle historias, jugar con él, insistir...) recurre
entonces al castigo (reñirle, amenazarle, gritarle, pegarle). El castigo, por
el simple hecho de presentarlo junto con la comida, no hace más que aumentar el
carácter aversivo de ésta y a la vez desencadena una serie de respuestas
emocionales negativas, tanto en el niño como en la madre.
Así, nos encontramos
con los llamados trastornos menores en el proceso alimenticio, en los cuales el
problema fundamental consiste en una o varias conductas inadecuadas desde el
punto de vista cuantitativo y cualitativo. Los más frecuentes son:
- Rechazo exagerado de un repertorio normal de alimentos, restringiéndolo a un número escaso y con unas características concretas.
- Lentitud exagerada en las comidas, empleando tiempos que corresponden a tres o cuatro veces el tiempo promedio en otros niños de la misma edad.
- Rechazo de alimentos en forma sólida, aceptando únicamente comidas trituradas.
Para estos casos,
sugerimos en líneas generales las siguientes pautas orientativas, dado que cada
problema tiene un contexto y unas peculiaridades diferentes:
- Tanto ante el rechazo de ciertos alimentos, como ante el rechazo de una forma de presentación de los mismos (principalmente nos referimos a niños que sólo aceptan la comida de forma triturada), hemos de intentar llegar al objetivo pasando por pequeñas etapas, presentando en primer lugar el alimento rechazado por el niño, en una cantidad muy pequeña, reforzándole a continuación con el alimento de su agrado. El objetivo de suministrar una porción muy pequeña es disminuir lo que de aversivo tenía el alimento rechazado.
- Cuando se trata de cambiar el tiempo dedicado a la ingestión, hemos de ir reduciéndolo de manera paulatina, evitando en todo momento la situación aversiva de “todo o nada”. Si el tiempo que el niño emplea es muy elevado, no podemos pretender que lo reduzca radicalmente, pero sí podemos, a través de pequeños pasos, ir aproximándonos a él.
- En los casos de inapetencia, primero se deben suprimir totalmente las comidas entre horas, para conseguir tener al niño en un estado de mínima privación. Segundo, es aconsejable evitar prestar al niño cualquier forma de atención por el hecho de no mostrar apetito o mostrarse reacio a tomar la comida. Transcurrido el tiempo fijado previamente como límite, la comida debe ser retirada de la mesa aun cuando no hay sido consumida, sin que ello dé lugar a ningún tipo de contingencias por parte de la madre y demás miembros de la familia. Dicho procedimiento se lleva a cabo a “rajatabla”, exceptuando aquellos casos en los que la angustia de los padres es tan grande que no permite llevarla a término. Entonces la madre puede ayudarle dándole algo de comida, retirando paulatinamente este soporte, a medida que ceda la angustia.
- En lo que se refiere a la interacción de los padres durante las comidas: insistiendo, rogando, amenazando..., subrayamos la necesidad de eliminar esta actuación. Para establecer unos hábitos alimenticios correctos, el niño no debe recibir atención ninguna ante una conducta incorrecta, o estimulación aversiva asociada a la comida. Por el contrario, se le deberá prestar atención, reforzar socialmente, cada vez que coma correctamente. Por último, cualquiera que sea el problema en relación con la conducta alimenticia del niño, debe suprimirse radicalmente el castigo, con lo que evitaremos las respuestas emocionales negativas.
Mohammed Jamil El
Bahi
Psicólogo /
Psicoterapeuta
COL: AN01915
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